Pisa, la perla escondida
Resulta paradójico que siendo Pisa una de las ciudades más visitadas de Italia, sea también una de las menos conocidas. La aparente contradicción se explica porque la visita a Pisa suele durar unas horas, apenas el tiempo mínimo para asomarse a la maravillosa Piazza dei Miracoli, hacerse la foto tonta sosteniendo la Torre y salir corriendo, sin visitar siquiera el Cementerio Monumental, una verdadera joya, tanto por su increíble claustro gótico, como por sus frescos, sarcófagos y monumentos funerarios de traza neoclásica.
En cualquier caso, la ciudad de Pisa permanece velada en su equilibrio inmemorial a orillas del Arno, ese río singular en la Historia del Arte y cuyas aguas, agotadas de ver reflejadas en ellas la desmesura de Florencia, parecen remolonearse en Pisa, sabiendo que están cercanas a su desembocadura en el mar, “que es el morir”, como escribiera Jorge Manrique. En efecto, si los grandiosos monumentos de Florencia están concebidos para el asombro al servicio del poder de los Médicis, Pisa es más recatada y dulce. Sus iglesias, de un románico del que el Duomo es el paradigma, palacios y demás monumentos aparecen dispersos por calles y plazas que es preciso recorrer con la misma tranquilidad que la ciudad entera trasmana.
El espacio urbano comprendido entre la Piazza dei Miracoli y el Arno forma el epicentro de la urbe medieval, renacentista y barroca, cuyo vértice podemos situar en la formidable Piazza dei Cavalieri y en las calles íntimas y recoletas plazas que la circundan. En ellas es delicioso demorarse en alguna terraza para degustar los famosos vinos toscanos, en los bancos de alguna arboleda perdida desde la que se vislumbra el mármol de alguna iglesia gótica o algún lienzo de la muralla medieval, degustar en alguna apacible trattoria las riquísimas especialidades pisanas o perderse en la contemplación de las aguas del Arno, que fluyen majestuosas junto a esa filigrana gótica que es la pequeña iglesia de Santa Maria della Spina para, finalmente, acariciar las piedras de la Basílica de San Piero a Grado, enclavada junto a una frondosa arboleda en la llanura que recorren las aguas del río en su tramo final, antes de verter su caudal en las playas de Tirrenia.
La contención pisana se manifiesta también en la juventud que pulula por todos lados con su alegre espontaneidad, sus libros a cuestas y sus bicicletas de siempre, impregnando el aire con la pujanza de una vida universitaria que no está focalizada en ningún sitio, porque la Universidad de Pisa, como el buen Dios, está por todas partes.
Acabo estas líneas recomendando Pisa, la perla escondida de la Toscana, y alargar la estancia para acercarse a los próximos Montes Pisanos, desde donde se divisan los más bellos atardeceres, con la ciudad partida por el cuchillo de plata del río Arno y las inconfundibles siluetas del Dumo y de la Torre en el horizonte, como telón de fondo de un espectáculo absolutamente imborrable para quien sepa ver y sentir.