Hice el primer viaje de mi vida, desde un pueblecito de la
Omaña leonesa, patria de los
homus manium (hombres dioses, según los romanos) hasta el mismísimo Madrid.
Era un crudo mes de invierno y estoy casi seguro que la nieve cubría las montañas y hacía un frío terrible en aquel recóndito valle omañés.
A pesar de ello, toda la travesía transcurrió en el más confortable de los vehículos posibles, pues viajé siempre en el regazo de mi madre.
Muy de mañana ya estaba preparado el carro tirado por vacas que nos debía transportar vereda abajo del
río Vallegordo,
un viejo camino de tierra que a su derecha estaba adornado con altos chopos y verdes salgueiros creciendo sin control a la orilla de los prados,
mientras que a su izquierda los brezos, urces y escobas del bajo monte trazaban un contraste de llamativos colores.
Apenas nueve kilómetros de lento caminar al ritmo pausado de las bestias, demoraban tres o cuatro horas hasta llegar a la única entrada y salida del valle,
donde confluía nuestro pequeño río truchero de aguas cristalinas, con el
río Omaña, que nacía en la
Sierra de Gistredo, al pie del
Tambarón y que,
además de ceder su nombre a la comarca, en tiempos de los romanos ya era conocido como fuente de dorada riqueza para los
bateadores de oro que buscaban el preciado metal.
Como una especie de puerta hacia una civilización más avanzada, dejamos atrás nuestro querido Valle Gordo y cruzamos el exiguo puente sobre el río Omaña,
construido a base de cemento y piedra a principios del siglo XX por
Don Manuel Rodríguez, dueño por aquel entonces de los
Almacenes Rodríguez, en la calle Serrano de Madrid, para llegar a la
Venta de Aguasmestas.
Allí descargamos las maletas y bultos de nuestro equipaje y
se despidió de nosotros el bueno de mi tío y padrino Aníbal,
para desandar el largo y tortuoso sendero con su carro y sus
vacas de vuelta a casa. Tengo que reconocer la bendita paciencia
que mi tío demostraba caminando con paso lento, siempre por
delante del carro y conduciendo a los animales que obedecían sin
rechistar con su larga y puntiaguda hijada. Esta herramienta
consistía en una vara rígida de avellano, de unos ciento ochenta
centímetros, a la que se le incrustaba una punta metálica en uno
de sus extremos cuya función era tocar ligeramente en el cuello
de uno de los dos animales que tiraban del carro. Si pinchabas
al de la izquierda este se movía en esa dirección arrastrando al
de la derecha mediante la fuerza que ejercía el yugo que les
unía. Y viceversa. Una técnica arcaica pero eficaz.
En la Venta de Aguasmestas –donde se mezclan las aguas de los dos
ríos- se reunían antiguamente los hombres libres del
Concejo de
Omaña para tratar asuntos relacionados con el gobierno de la
comarca, pero por aquellas fechas de mi primer viaje, la Venta
se limitaba solo a ejercer de mesón y parada discrecional para
el autocar de línea de la
Empresa Fernández que unía León con
Villablino. Así que, después de tomar algún tentempié y
calentarnos al fuego de la Venta, esperamos tranquilamente a que
llegara nuestro próximo transporte, que aún tardaría algunas
horas en pasar por allí.
No hay más de 60 kilómetros
desde la Venta hasta León, pero el autocar tenía que parar
obligatoriamente en cada uno de los pueblos por donde pasaba, y
siempre anochecía antes de llegar a su destino. Ya en León,
desde la cochera de autobuses en la calle Colón, hasta la
estación del tren había un buen trecho. Recuerdo que antes de
cruzar el puente sobre el
río Bernesga, había que atravesar
forzosamente la
plaza de Guzmán, en la que se encontraba, sobre
un pedestal, la estatua de
Guzmán el Bueno que señalaba
impertérrito hacia la salida más utilizada de la ciudad, como
diciendo el que no esté contento en León, por allí se va a la
estación. No recuerdo si aquel día monté en mi primer taxi para
cubrir este trayecto, pero teníamos que llegar como fuera a la
estación de tren y sacar el billete del expreso hacia Madrid,
que salía a eso de las diez y media de la noche.
Creo que la mayor parte del viaje la hice durmiendo, y aunque es posible
que me sobresaltara al detenernos en Sahagún, Paredes de Nava,
Palencia, Venta de Baños, Valladolid, Medina del Campo, Arévalo
o Ávila… ahora no estoy muy seguro de ello. El caso es que ya de
amanecida, a eso de las ocho de la mañana, llegamos a la
Estación del Norte de Madrid, donde seguía haciendo mucho frío,
y por el camino a mi primera casa a bordo de un flamante taxi de
la capital, advertí enseguida que en la orilla derecha del
río
Manzanares en dirección al
Puente de Toledo, no había chopos ni
salgueiros, ni brezos ni retamas ni escobas… y un olor muy
distinto se dejaba sentir en aquellos tiempos. La gran ciudad,
en la que iba a fijar mí residencia para siempre, me recibía con
su inmisericorde indiferencia, y fue aquello lo que me hizo
comprender el significado de la palabra nostalgia. Este no era
un viaje cualquiera.
Era el primer viaje de mi vida.
Con los años, he recorrido medio mundo viajando, unas veces
por placer y otras por trabajo. En ocasiones he disfrutado
confortablemente del viaje y otras veces he sufrido algunas
calamidades, pero siempre me ha guiado la necesidad de conocer
nuevos sitios y nuevas gentes. Es cierto que por norma solemos
olvidar los malos momentos, pero lo que nos queda siempre
grabado en el recuerdo de tantos viajes son aquellos instantes,
a veces fugaces, que nos hicieron sentirnos felices, tal vez
contemplando la majestuosidad de una puesta de sol, la
transparencia de un cielo nocturno repleto de estrellas o un
esplendoroso amanecer en compañía de un ser querido. En mi
primer viaje no pude disfrutar de estas sensaciones, sin
embargo, no he vuelto jamás a sentirme tan protegido y mimado
como entonces.
Por cierto, hablando de recuerdos, acabo de darme
cuenta que este fue, en realidad, mi segundo viaje, no el
primero. El primer viaje lo realicé, posiblemente, unos dos
meses antes, exactamente por el mismo trayecto, pero en sentido
contrario y, aunque parezca mentira, aún de forma más
confortable, pues en esta ocasión utilicé como vehículo de
transporte el vientre de mi madre. Es curioso, pero de este
viaje de ida, no recuerdo absolutamente nada de nada... serán
los años.
Manbos